LA POESIA POPULAR DEL TANGO
Por Antonio Aliberti
A menudo se cae en el error de etiquetar a los poetas populares en una categoría menor, otorgándoles un vuelo bajo y nunca de alcances universales. Sin embargo, a partir de los años ´40, el mundo literario ha debido recategorizar a voces que antes sólo tenían vigencia en ciertos ámbitos, casi siempre apartados de la literatura mayor. Gran revuelo produjo en 1974 la aparición de una antología titulada Los mejores poemas de la poesía argentina , compilada y prologada por Juan Carlos Martini Real (Ediciones Corregidor), debido a la inclusión de nombres hasta ese momento ausentes de los elencos poéticos argentinos. Ellos son: José Bettinotti, Carlos de la Púa, Enrique Santos Discépolo, Gabino Ezeiza, Celedonio Flores, Héctor Gagliardi, Atahualpa Yupanqui y Homero Manzi.
La razón de tanto revuelo se debe, sin duda, a la opinión que muchos sostienen sobre la calidad de lo popular: si algo gusta masivamente es porque ha debido ceder a las necesidades de mercado en detrimento de la calidad. Y eso puede ser cierto en algunos casos y no en otros. La cultura alcanza su mayor definición cuando se la expresa como el sentimiento de un pueblo. Y la poesía es un buen ejemplo en este sentido.
Tenemos el caso de Homero Manzi : Saludarán tu ausencia / las novias encerradas / abriendo las persianas / detrás de tu canción. / Y el último organito / se perderá en la nada / y el alma del suburbio / se quedará sin voz.
Es probable que el tango sin Manzi, jamás hubiera alcanzado alturas poéticas tan expresivas. Manzi fue, por encima de todo, un poeta que decidió erigirse en pensamiento y sentimiento del hombre de Buenos Aires. Al autor de Malena no le hubiera gustado que lo tildaran de poeta, cayendo en el mismo error de aquellos que lo negarían. En ese sentido podría decirse que Homero Manzi fracasó en su intento. Para otro grande de la poesía popular, el inolvidable Enrique Santos Discépolo, Homero fue “el poeta de las cosas que se fueron”, y en ese sentido se cumplieron sus deseos, pero también acertó con el tono del hombre de su época, con sus problemas pequeños; acertó con sus tics, sus caricaturas y hasta con los olores de una ciudad que se iba transformando ante sus ojos.
Había nacido el 1º de noviembre de 1905 en la estancia “13” del pueblo de Añatuya, en Santiago del Estero, así como le gustaría recordar en uno de sus últimos trabajos : “Añatuya es un lugar / que jamás podré olvidar. /Porque al fin es Aña…mía…/ tras un verde ventanal / junto al mismo algarrobal / conocí la luz del día.
Con excepción de algunas letras escritas por pedido, rara vez dejó de ser fiel a su consigna de cantarle a una ciudad y a su gente. Tuvo incluso la delicadeza extrema de separar (inútilmente, digámoslo) en dos grupos lo que él consideraba “letras” y “poemas”. Naturalmente, los segundos eran para no ser cantados y la diferencia mayor puede notarse en la disposición rimada de las primeras y en la libertad formal de los otros. Si para la canción escribía: Con un lazarillo llegás por las noches/trayendo las quejas del viejo violín / y en medio del humo / parece un fantoche / tu rara silueta / de flaco rocín. / Puntual parroquiano tan viejo y tan ciego / al ir destrenzando tu eterna canción. / Ponés en las almas / recuerdos añejos / y un poco de pena mezclás con alcohol (Viejo ciego), para el poema reservaba una forma más libre : Puedo cerrar los ojos / lejos de las pequeñas sonrisas que conozco. / Escuchando estos ruidos recién llegados. / Viendo estas caras nuevas.// Como si de pronto / los mil lentes de la locura / me trasladaran a un planeta ignorado.// Estoy lleno de voces y de colores / que juraron acompañarme hasta la muerte / como amantes resignadas / al breve paso de mi eternidad… (Definiciones para esperar mi muerte).
El propio Manzi, entonces, habría postergado su reconocimiento poético. Mucho después de su muerte, acaecida el 3 de mayo de 1951, su creación tendría entrada en las discusiones intelectuales. Pero cada vez que alguien quiera entender la esencia de su ciudad, como un modo de entenderse y justificarse, tendrá que recurrir, indudablemente, a poetas como él, aquellos que “abandonaron definitivamente el territorio menor de los letristas para incorporarse a la mejor poesía de Buenos Aires”, como afirma acertadamente Horacio Salas en su prólogo a Antología (Editorial Brújula, 1968). Y en momentos en que el tango está causando sensación en gran parte de todo el mundo, cabe reflexionar que quizás haya motivos para un análisis más profundo. Es cierto que ese éxito se debe, sobre todo, a los progresos musicales de nuestra música ciudadana no tanto por la poesía, si se tiene en cuenta que la literatura tanguera sólo recuerda como los más nuevos autores como Ferrer, Negro, Blázquez o Novarro, por nombrar algunos; quiero decir que no aparecen voces recientes. También el baile más estilizado, quizás lejano de las mejores tradiciones rioplatenses, ha contribuido a su auge internacional. Pero, a no dudar: en Discépolo, Flores, Atahualpa o Manzi hallamos ecos de la gran poesía argentina, y no precisamente de tono menor.
Nicolás Olivar
Boedo agrupaba entre sus filas a quienes no concebían el arte sino como arma para restablecer el equilibrio social, y sus normas eran claras y definidas. Allí militaba, entre otros, Nicolás Olivari, quien, según Castelnuovo, fue el fundador del grupo junto con él y Leónidas Barletta. Pero un día a Olivari se le ocurrió escribir un libro sobre Manuel Gálvez, novelista cuya pasión por la literatura rusa no lo eximía de un origen burgués metódicamente rechazado por la nombrada agrupación. Y Olivari tuvo que mudarse a la calle de enfrente. Los de Florida lo recibieron con los brazos abiertos: las reuniones eran en la librería de Manuel Gleizer, el departamento de Evar Méndez, el café Mundial y, algo más tarde, el Royal Keller. Allí concurría Olivari con su eterna boquillas oscilando entre los labios, desparramando su delgada anatomía sobre dos sillas (en una apoyaba el codo), con los ojos entrecerrados, dormitando a veces e interviniendo de cuando en cuando para apaciguar los ánimos o para encenderlos.
En “Exposición de la actual poesía argentina” el mismo Olivari se pronuncia así: “Nací en 1900. Publiqué ya varios libros. El que más me gusta entre todos es La musa de la mala pata -publicado en 1927 por la editorial Minerva-. No tengo ninguna ambición, ninguna esperanza. Estoy sereno y aburrido como el pez del acuarium de Río de Janeiro que vi una vez y que bostezó frente a mí con gesto de omnisapiente comprensión que sólo hallé más tarde en la redacción de la revista Nosotros. Sólo tengo un grande, infinito ideal: comprarme una hamaca paraguaya para descabezar una larga siesta que me cure de una vez para siempre de esta mi vieja enfermedad de la “tristeza”. Según su amigo Gobello, Olivari no estaba triste sino aburrido. Por lo visto el poeta identificaba ambos estados de ánimo. Tal vez fuera el suyo ese “cansancio del cansancio” al cual se refería Oliverio Girondo en uno de sus últimos poemas.
El primer libro de Olivari, La amada infiel, no gustó. Era demasiado dura, no existía todavía nexo alguno entre el lenguaje vulgar y el poético, pero ya el poeta irrumpía con su particular acento a escandalizar a los puristas que comulgaban sólo con las buenas tradiciones. En 1926 llegó La musa de la mala pata , con su mensaje agridulce, fuerte, sincero. Cierto es que desde el punto de vista ortodoxo adolecía bastante : era quizá simplón en el lenguaje, pero desgarradoramente expresivo en lo hondo de su textura conceptual. Olivari buscaba la belleza por los caminos menos convencionales, que no habían sido transitados antes. En el ´29 aparece El gato escaldado y se produjo una especie de revolución. En esa época aún no se habían roto los diques del lenguaje. El gato escaldado rebosaba humanidad, era fuerza sangrante, viva como las voces de los autores de las coplas del escenario. Era el lenguaje del tango hecho poesía, el rezongo de la ciudad, de un hijo maravillado que reprueba, burlonamente, cantando lo que hasta ese momento se había denostado.
Al muchacho perezoso, tristón y mal hablado siguió el hombre distraído y profundo, sentimental y pacífico, como extrañando algo que no había conocido. Le temía a la muerte.
Poco antes de morir, escribió: “Ahura que me estoy por ir / Tata Dios enseñame / cómo se debe morir”. Nos dejó el 22 de septiembre de 1966.