¿La droga es el tóxico?
Por Lic. Miguel Angel Casella (*)
La noción misma de “toxicomanía” coloca en una verdadera encrucijada temática: ¿pertenecerá el fenómeno al campo de la sociología, o dependerá de un abordaje médico, jurídico, psicológico o etnológico?
Esta indeterminación, señalada desde hace ya mucho tiempo, se duplica en una indecibilidad que simultáneamente subsiste en el interior de cada una de esas disciplinas. Es posible registrar las huellas de esa indecibilidad en ciertas faltas de rigor epistemológico, en un deslizamiento de los conceptos, que no pocas veces caracterizan a las afirmaciones e investigaciones sobre “la toxicomanía”. A veces el sociólogo psicologiza sus decires, el jurista difiere su ley a una decisión médica, los psicoanalistas solicitan modelos comportamentalistas u operan una psicologización secundaria de los conceptos analíticos o preventivos.
A través de las diferentes conceptualizaciones el tóxico ha sabido tomar las cualidades de un remedio o las de un veneno. Es de alguna manera esta “estructura de ambigüedad y de reversibilidad” la que infesta todas las reflexiones en materia de psicofarmacología. Platón denuncia esas potencias ocultas, seductoras, engañosas, que actúan su doble faz: remedio y veneno.
“La pharmacie” de Platón, representa dos medicinas ocultas que transgreden las leyes de los dioses, inventan filtros y trazos que son o remedios, o venenos. Estos dos procedimientos artificiales fabrican “excesos” en el cuerpo del discurso y en el cuerpo de los órganos.
Esta ambigüedad del farmakon de Platón, nos aleja de un pensamiento de “la droga” como flagelo. Imágenes y slogans asociados a “la droga” son, en efecto, pretextos para ilustrar insidiosamente toda caza social del “cuerpo extraño tóxico”.
El opio alberga, como tantos otros, lo más y lo menos, es a la vez un estimulante y un sedante. Cuando se lo administra de nuevo, lo positivo se invierte y se “negativiza”.
El farmakon sería entonces lo que encierra en sí mismo a su propio contrario.
Señalemos también que Freud mencionó otro aspecto del efecto de las drogas, en particular en su obra “El malestar en la cultura” de 1929. Dice: “La vida, como nos es impuesta resulta gravosa: nos trae hartos dolores, desengaños, tareas insolubles. Para soportarla, no podemos prescindir de calmantes…los hay, quizá, de tres clases: poderosas distracciones, que nos hagan valuar en poco nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas, que la reduzcan, y sustancias embriagadoras que nos vuelvan insensibles a ella”.
El propio Freud había insistido en las características de ese repliegue respecto del mundo exterior: “No sólo se les debe (a las sustancias embriagadoras) la ganancia inmediata de placer, sino una cuota de independencia, ardientemente anhelada, respecto del mundo exterior. Bien se sabe que con ayuda de los “quitapenas” es posible sustraerse en cualquier momento de la presión de la realidad y refugiarse en un mundo propio, que ofrece mejores condiciones de sensación”.
Además, Freud llamaba la atención sobre las modificaciones de las condiciones de nuestra sensibilidad por obra de la intoxicación “pero también dentro de nuestro quimismo propio deben de existir sustancias que provoquen parecidos efectos, pues conocemos al menos un estado patológico, el de la manía, en que se produce esa conducta como de alguien embriagado sin que se haya introducido el tóxico embriagador”.
Se habla de droga en singular y no de las drogas, habría un interés de no diferenciar sustancias muy distintas entre sí; basta que tengan una característica común: que hayan sido prohibidas.
Tampoco interesa hablar de una serie de sustancias permitidas, es decir, no prohibidas, que tienen tanta o más capacidad de alterar esas condiciones psíquicas o físicas, tales como el alcohol, tabaco, psicofármacos.
Lo importante no parece ser ni la sustancia ni su definición, ni mucho menos su capacidad o no de alterar de algún modo al ser humano, sino más bien, y esto es fundamental, el discurso que se construye en torno a la prohibición. Creando el mundo de lo legal y de lo ilegal.
Por lo tanto habrá drogas prohibidas y permitidas, consumidores y traficantes, víctimas y victimarios, enfermos y delincuentes…según sea conveniente a quienes intenten nuevas formas de control social, ocultando de paso otros problemas mucho más angustiantes e importantes, tales como la mortalidad infantil, el analfabetismo, la desocupación, la corrupción, etc.
El penalista español Carlos González Zorrilla, en su obra “Droga y cuestión criminal”, menciona tres clases de estereotipos que surgen de los modelos de discurso que a continuación citaré.
El discurso médico ve al drogadicto como enfermo y a la droga como virus, epidemia o plaga, creando el estereotipo del dependiente.
El discurso cultural, transmitido a través de los medios de comunicación social, necesita al consumidor como el que se opone al consenso, nombrándolo drogadicto.
El discurso moral agrega el calificativo de “vicioso” y designa a “la droga” como el “flagelo”, “placer prohibido”, etc.
El discurso jurídico ve a todas las drogas como peligrosas, sin entrar en detalle acerca de sus diferencias. Legitima la diferencia entre el “bien” y el “mal”; califica a esta conducta de mala y perversa cuando está relacionada a la droga ilegal. Si la droga no es ilegal, la conducta no es mala ni perversa. Este discurso da origen al estereotipo delictivo.
Otro estereotipo es el que se produce cuando se equipara el consumo de drogas con la adicción. El vínculo adictivo que un sujeto establece con algo, es sólo uno de los posibles y para nada el más frecuente. Distintos estudios informan que únicamente entre el 8 y el 10% de los consumidores podrían ser ubicados en la categoría de adicto, porcentaje con valor universal y válido para todas las sustancias.
En esta sociedad en que cada vez más se valora el acceso a bienes económicos, el consumo tiene poderes mágicos a través de los cuales se intenta satisfacer las más variadas necesidades reales o simbólicas. La droga pasa a ser un objeto de consumo ideal, en tanto es cargada de múltiples significaciones. El deseo de éxito, el rendimiento laboral, la potencia sexual, la soledad, la frustración, el dolor, encuentran en las drogas una aparente satisfacción.
Estamos frente a un síntoma que denuncia una problemática social. Por lo tanto, es necesaria la articulación de la prevención específica e inespecífica para trabajar con la comunidad, apuntando al fortalecimiento de las redes sociales, maximizando los procesos autogestivos que sustentan la búsqueda de un mayor protagonismo social e individual en el descubrimiento y resolución de los problemas. En este tema debemos plantearnos el objetivo de instrumentar a la población para que pueda asumir una actitud responsable e informada.
El modelo médico se trasladó acríticamente a todas las disciplinas. Pero cuando se trata del problema drogas, desde este modelo médico, te prevenís del adicto. Este modelo piensa desde la enfermedad. Para abordar la problemática de las adicciones, debemos pensar desde los aspectos sanos de las personas, para poder sanar lo enfermo.
Hay modelos preventivos que a veces enferman lo sano. Dichas actitudes preventivas se centran en la enfermedad. Pero cuando se preguntan qué es la salud no saben definirla. El gran ausente es lo saludable.
Esto lleva al cuestionamiento de los condicionantes de ciertos estilos de vida, pero no con el sentido de instaurar desde un lugar de poder, un estilo hegemónico de vida saludable, sino con la perspectiva de abrir la posibilidad de construir formas de vida compatibles con la salud, en un marco de tolerancia y respeto por las diferencias.
El pedido de información que posibilite detectar a los posibles consumidores para poder luego derivarlos y/o denunciarlos a alguien designado como “experto”, porta en lo sustancial, la idea de que el problema está afuera de uno.
Detrás de autojustificaciones humanitarias y de buenas intenciones, se esconde, a veces, una enorme dificultad para comprender las complejas dinámicas que el consumo de sustancias de alguna forma denuncia. Las respuestas que de ello se desprende por lo general agudizan la exclusión, a través de la segregación y estigmatización, frecuentemente fortalecedoras de la situación que se pretendía solucionar. Cuando se acumula poder de manera excesiva, se puede establecer con los otros una relación en la que se los desconoce, asignándole una identidad parcializada y desvalorizada en la que se niega su humanidad plena.
Lo saludable no es un estado perdurable sino un tránsito permanente. La salud es de esta manera una visión global de la vida misma, atendiendo a la personalidad del hombre y al ambiente (condiciones físicas, biológicas, culturales, psíquicas, económicas, a las cuales debemos adaptarnos o transformarlas para que se adecuen a nuestra especie).
El concepto salud-enfermedad como proceso social implica su articulación en los procesos económicos, políticos e ideológicos de la sociedad y por lo tanto debe entenderse en función de un cierto contexto y no como realidad naturalmente dada.
Lo que es saludable en una situación puede no serlo en otra. Es por ello que podríamos decir que es saludable usar la fuerza que puede darnos el conflicto para motorizar un cambio. Entonces lo saludable dependerá del significado que se le atribuya en un contexto dado, así como de las peculiares condiciones de tal contexto.
Freud nos decía en “El malestar en la cultura” que el sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia, del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con sus fuerzas destructivas, omnipotentes e implacables, por fin, de las relaciones con otros seres humanos. El sufrimiento que emana de ésta última fuente quizá nos sea más doloroso que cualquier otro.
La nueva visión de las adicciones que viene proponiendo hace años la prevención comunitaria, establece que la representación del toxicómano se desplace del encuadre jurídico de delincuente al estatuto de enfermo, de enfermo a enfermo como los demás, para por último volverse ciudadano y sobre todo ciudadano como los demás.
Para finalizar quiero comunicar lo que el escritor Italo Calvino en su libro “Las Ciudades Invisibles” le hace decir a Marco Polo: “el infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos”. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es riesgosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio.
(*)Psicólogo. Jefe del Departamento de Prevención del CENARESO. Prof. Titular de la cátedra Sociopsicopedagogía, Universidad del Salvador. Integrante del Equipo de Salud Escolar de la Dirección de Salud y Orientación Educativa de la Secretaría de Educación, GCBA.