Poesía y Política
“El poeta también está con nosotros,
sobre la calzada de los hombres de su tiempo.
Yendo al tren de nuestro tiempo, yendo
al tren de este gran viento”
Saint –John Perse
Jean Paul Sartre detesta a los poetas: en ¿Qué es la literatura?, un libro aceptado reverencialmente en los año sesenta, predica que es una tontería reclamarles un compromiso (una responsabilidad política), porque les está intrínsicamente prohíbido comprometerse. Sartre, preciso es señalarlo, diferencia a la poesía de la prosa, y enumera un registro de connotaciones negativas para los poetas: los llama magia negra, inesenciales, los incomunicables puros, el triste sino, la maldición, para concluir que “el poeta está seguro del fracaso total de la empresa humana y se dispone a fracasar en su propia vida, a fin de testimoniar, con su derrota particular, la derrota humana en general”. Por si esto fuera poco, Sartre desarrolla además una versión formalista del lenguaje, desconoce por lo tanto los aportes de Bergson, Freud y Jung, se niega a legitimar el discurso poético, y exalta el habla cotidiana de la prosa. “Lo cotidiano es absurdo”, observa contrariamente Oliverio Girando, y si la poesía, según Sartre, es ominosa y no puede responder a la realidad, ¿dónde entonces Walt Withman, Pablo Neruda, Louis Aragon, Federico García Lorca?
En todo caso, si un poeta configura su vida con autenticidad existencial y expresiva no dejará de comprometerse con el mundo aunque nunca imagine hacerlo.
El realismo socialista
Marx ama a los poetas. “Los poetas son seres especiales -dice a su hija- no podemos juzgarlos como personas corrientes”. Amigo de Heine y Freiligrath, el autor de El Capital ejerce la poesía en sus años jóvenes. Lo poético no puede serle indiferente a este científico y revolucionario devorador de novelas,que lee a esquilo en griego una vez al año, por lo menos. No hay en las predilecciones literarias y artísticas de Carlos Marx el menor vestigio de lo que groseramente se llamaría “espíritu de partido”. Es un europeo formado en el centro cultural de Europa, siendo él mismo su expresión crítica. Pero ni a Marx ni a su compañero Engels se les ocurre jamás fijar recetas para la vida del arte. No pueden prever ni figuran en sus proposiciones el establecimiento de una “estética marxista”, de la que no son responsables. Esta invención pertenece a Stalin y a la burocracia rusa, creadores de una “estética” que en sus estipulaciones se asimila a una legislación penal. El despliegue desolador de este hecho, posterior a la revolución de Octubre de 1917, es la aparición, como elemento fundamental, del “realismo socialista”, que será el triunfo de la burocracia temerosa ante la libertad creadora del arte popular.
No escaparon a esta monstruosa censura ni las disciplinas científicas, ni las humanidades y las artes, ni por supuesto, la poesía. La independencia de la creación artística es incompatible con el stalinismo.
Así nacen las teorías que imponen al artista una pleitesía al poder: la pintura debe someterse al naturalismo fotográfico, la prosa hace ovaciones a los índices productivos de los planes quincenales, y la poesía al sistema cortesano de alabanzas, como un servicio público en el sentido más funcional de la palabra.
Al comenzar la era burocrática, se suicidan los más grandes poetas soviéticos. Se buscará en vano un símbolo más revelador. Alejandro Block, Sergio Essenin, Vladimiro Maiacovsky se eliminan a medida que el aire de Rusia se vuelve insoportable.
Del Romanticismo a la poesía pura
La Revolución Francesa consigue desarrollar en el arte y la literatura el estilo representativo de la burguesía revolucionaria, un nuevo clasicismo, conforme le denomina, de racionalidad severa, que, sin embargo, está lleno de pasión, como los versos febriles de Chenier, que expresan los cambios y las emociones ideales. La Francia revolucionaria pone la poesía en consonancia con la lucha, y debe esperar el éxito de sus propósitos de un arte completamente militante. Con la revolución las expresiones artísticas se convierten en una confesión de fe política: el arte -explicablemente- no debe ser un “mero adorno” en la sociedad, sino “una parte de sus fundamentos”; debe ser -se enfatiza- “no un privilegio para ricos y ociosos: debe contribuir a la felicidad del público y convertirse en posesión de todos. Ardientemente, despertar la conciencia de las conquistas revolucionarias”. “Bello es lo que agrada a la mayoría” afirma el nuevo público.
Se asegura con frecuencia que la Revolución es artísticamente estéril. Lo cierto es que es posible pensar que la auténtica obra creadora no es la que en su momento se lleva a cabo sino aquella que la Revolución prepara el camino. Y para esto son necesarios todavía más de veinte años, cuando el Romanticismo proclame que toda representación es única, insustituible, y tiene su propia tabla de valores. Los poetas románticos cantan en sus versos el interés por la historia e intervienen en la política revolucionaria, en la insurrección de 1848 y luego en la Comuna de París en 1871. demás está decirlo, toda la poesía moderna es hasta cierto punto el resultado de la contienda del Romanticismo por la libertad.
En cualquier caso, al producirse la restauración monárquica, en 1830, el nuevo orden impone la teoría del “arte por el arte”. Se trata del artista liberado de todo ideal, de todo sentimiento, el programa de dedicarse a la vida artística como un placer soberano y disfrutarlo como un paraíso secreto: indesmentiblemente, es una renuncia a toda actividad política y social. Es el arte puro, la poesía “inútil” –para decirlo con mayor exactitud- la exigencia de la pasividad del artista, una perversión que aparece por primera vez en la historia de la literatura, pues ni en la antigüedad clásica de Homero y sus héroes, ni en el dulce estilo de Dante, ni en el renacimiento, ni siquiera en el Barroco se pregona código semejante. Así los poetas simbolistas preconizan a mediados del siglo diecinueve una actitud, si se quiere, más “científica”, con menos incontenciones sentimentales, y la conciencia de una escritura técnica. Con Mallarmé la poesía es menos personal y más abstracta, y el poema, significativamente, deducen los simbolistas, alcanzará la certeza de una formula algebraica.
La tendencia a la despersonalización y, puede inferirse sin esfuerzo, a la despolitización, es marcada en la poesía moderna, al pretender abolir el sujeto, los sentimientos y el confesionalismo. Sea como fuere, Rainer María Rilke, en Cartas a un joven poeta, al percibir la soledad como la zona de donde surge la experiencia poética, no deja de enjuiciar en las Elegias a la sociedad de su tiempo e intentar, a su manera, de transformarla. Apolinaire señala entretanto la importancia del poeta y de la poesía, que interpretan al hombre y “la marcha de la humanidad”, y rechaza el mundo de los valores inauténticos, en la clara noción inaugurada por la ironía de Baudelaire y en consonancia con las diatribas de Artaud.
Pero serán los surrealistas quienes criticarán al presente para mirar hacia el futuro. Son los acusadores del “sentido común” y de las lógicas convencionales de la cultura burguesa y sus manías. Pregona espléndidamente André Bretón en el Manifiesto de 1924: “Lo único que todavía me exalta es la palabra libertad. La creo capaz de mantener indefinidamente el viejo fanatismo humano.”
Ser en el Mundo
Describe la mitología al poeta como el donante de palabras. Es el pontífice, deliberadamente, el puente entre los dioses y los hombres.
Más contemporáneamente es el Ser en el Mundo y en el Tiempo, que nombra su canto con la suavidad del leve abrazar que mece la calma de su alma. Y el poeta solitario, sin espanto, dice lo más universal. Honradamente el poeta que habita entre los hombres es capaz de ofrecer la canción a su comarca, tomándola sobre sí -llamamos con Hölderlin-, cumpliendo la misión de vislumbrar para los suyos los caminos del cambio. Interpreta la voz de la especie para ser escuchada, reconducida a lo que tiene de original y primordial el sentido de su peregrinación. Nada le es extraño al poeta: se relaciona amorosamente con su gente, como reclama Leopoldo Marechal, despliega el lenguaje y anuncia el destino para caer hacia lo alto, habla y convoca, viene a nosotros y en nosotros se afirma, enciende la palabra, la acerca a las cosas del mundo, y permanece con la cabeza descubierta.
“Cuando el poeta queda consigo mismo en la suprema soledad de su destino solitario -nos revela Heidegger- entonces elabora la verdad como representante de su pueblo”.