La globalización y la injusticia universal
Si el registro que caracterizara a la década del ochenta y parte de la siguiente fue el de la “pos-modernidad” el de “globalización” le sucede de inmediato y no ceja de tiranizar a los medios periodísticos, insistentemente, desde entonces. No obstante destacamos una gran diferencia entre ambos conceptos: el primero, si bien comprometiera a todos los niveles de la vida socio-económico-política tuvo un alcance esencialmente intelectual antes de incorporarse al léxico cotidiano y, al masificarse, perder por completo su significado originario volviéndose poli-significativo y pasando a designar, por ende, cualquier acontecimiento extraño o novedoso de la vida corriente. Nunca se comprendió demasiado su alcance entre los sectores no intelectualizados de la población Occidental y aunque arribó hasta países del Extremo Oriente como Japón y Corea del Sur al resto del orbe asiático, comprendido el musulmán y al África negra, apenas si lo rozó.
Con el concepto (y práctica) de la “globalización”, en cambio, sucede algo muy distinto. Por empezar no nace en los cenáculos intelectuales sino que se expande a partir de los mismos medios en los que surge, los de difusión masiva. Su significación no resulta difícil de entender para el gran público porque coincide, palmo a palmo con su práctica y, además, por otro motivo: nace como significado masivo uni-significativo, no obliga a una compulsa bibliográfica especializada ni se lo sobreentiende, su presencia es avasalladora, no sutil, como la del registro anterior y su extensión, equipotencialmente mayor, abarca la totalidad del planeta, llega hasta sus resquicios más recónditos.
¿Qué es, por lo tanto, la “globalización”? pues el imperio de lo mismo en todas partes, desde la similar arquitectura de las ciudades que despersonaliza sus barriadas nuevas y arrasa las antiguas hasta la telefonía celular que comunica a sus habitantes, la rapidez con la que ingieren la alimentación chatarra entretanto viajan con premura a sus trabajos u observan programas televisivos vergonzosos, la celeridad en la trasmisión de las informaciones, la manera de vestirse, el uso de la cibernética (los logros derivados de la computación), el gozo estereotipado de las vacaciones, un consumismo sobredimensionado de implementos que se deben reponer constantemente por modelos nuevos y la aceptación, de cuanto sea promovido desde los centros ubicuos del poder, que imponen la frecuentación de esos productos.
Y algo calamitoso, la uniformidad del pensamiento, la desaparición compulsiva de la autonomía interior como obligada consecuencia de estas imposiciones externas, el citado imperio de lo mismo en pos, ahora, de la igualación de las identidades para la aceptación inmediata del consumo, la prédica de un individualismo superfluo que doblega lo individual y propio de los hombres, precisamente su individualidad, el mundo interior que late en la profundidad del yo. Globalización equivale a marmita, a crisol, a batea en donde las cosas se fusionan y despersonalizan, se compactan indiferenciadas en un medio barroso que las funde y que no permite observar las manos que hacen girar ese magma en el mortero.
La globalización, posible gracias a la tecnología, ha sembrado en la Tierra infinidad de antenas que captan y reenvían los datos emitidos por los satélites con la finalidad, compulsiva, del obligado conocimiento de cuanto suceda en su agostada periferia, estigmatizando al desinformado que pretenda romper el hilado de la telaraña, una red vigilante que se entromete hasta en la vida privada y la exhibe, a menudo con la conformidad de las víctimas, porque han enajenado toda posible resistencia al entregar el baluarte de la intimidad al mundo global que lo deglute impiadoso y mordaz.
Mundo globalizado vale por “mundo absoluto y verdadero”, todo cabe en su interior, por esa razón es absoluto, ha descartado la posibilidad de lo diferente aunque arguya lo contrario, y si lo diferente aparece lo asimila de inmediato, lo transforma, exponiéndolo como un logro de su ecuánime amplitud, aunque ya deformado, al estilo, por ejemplo, de las artesanías étnicas que recorren los centros comerciales, y, en general, la espiritualidad oriental, tan en boga, a las que reduce y bastardea, valiéndose, entre otros medios para hacerlo, de los libros de autoayuda, única manera de colocarlas al alcance de una masa media intelectualmente demolida. Y “mundo verdadero” como complementación forzada de su absolutez. Al ser absoluto y omniabarcativo, no da lugar a ninguna objeción, siendo único resulta necesariamente depositario de la verdad, una verdad que, ella también, emerge de esa marmita donde las entidades se (con)funden, una verdad totalizadora por imposición de los centros ubicuos del poder y no por descubrimiento (y, por lo tanto, provisoria), como sucede en las interrogaciones de la ciencia o la filosofía, una verdad que iguala los resultados de un partido de fútbol con un atentado kamicaze, las veleidades de una actriz con un fenómeno meteorológico, la promoción de un nuevo modelo de automóvil con la hambruna en algún país periférico, la cantidad de horas que la gente invierte frente a los televisores con los logros de la medicina alternativa. Todo vale por igual.
El mundo globalizado persiste sin dialéctica alguna porque ha liquidado la posibilidad de las oposiciones desde que, inclusive a éstas, como vimos, las hizo habitar en él. Semejante falta de confrontación con lo distinto le va quitando capacidad discursiva a sus adherentes obligados, quienes, al solamente apreciar ligeras variantes de lo mismo en el poco variado paisaje que transitan, anulan sus potencialidades mentales y reducen el gusto por la aventura supuesta en la búsqueda, y encuentro, de lo realmente nuevo (y no prefabricado como si lo fuera, por la sociedad de consumo) y la necesidad de explicarlo a partir de parámetros también, necesaria y verdaderamente nuevos.
El mundo global aparece como un mundo colmado de vacío, un vacío henchido por su verdad tajante la cual no admite contradicción alguna; por lo tanto, dada esta falta de flexibilidad corre el riesgo de anquilosarse, de allí la renovación constante de los enseres con los que llena (valga la paradoja, porque se trata de un vacío no de inexistencia absoluta sino de vaciedades relativas –sus mensajes, asociados a cuanto bienestar promueve-)el mundo que lo habita y la necesidad del consumo, de la obligada renovación de los objetos constituidos en la sustancia de cuantos habitan este momento histórico-social, confiado en que, cuanto ocurre, posee la impronta de lo imperecedero (solamente los objetos se renuevan, la ideología que faculta el permanente cambio, no) y transcurre, por lo tanto, en un presente extendido que no prevé modificación alguna salvo las epidérmicas.
Una globalización para todos en las exigencias aunque de ninguna manera para ese mismo todos en la recepción de los beneficios, la globalización no ha logrado (ni intentado) paliar las diferencias socio-económicas establecidas entre los hombres desde siempre, por el contrario, ellas no sólo han subsistido sino ahondado, promoviendo el resentimiento entre las distintas capas poblacionales. Esta globalización expone la multiplicación de los muros separando poblaciones regularmente felices de las opuestas que ambicionan los beneficios del territorio protegido por alambrados de púas, vallados de hormigón, rayos láser, cámaras sensoras y otros artilugios tecnológicos que impiden el paso de la gente demostrando que, el tantas veces cacareado “mundo sin fronteras” postulado por la globalización, resulta solamente una nueva faceta de su hipocresía. Se ha globalizado la desgracia y la percepción, e indiferencia, ante la desgracia ajena, observada en las pantallas de los televisores a la par de los dibujos animados.
La injusticia, esparcida como las cenizas de un volcán por los terrenos aledaños, las desigualdades, persistentes, se incorporan a las pieles de los hombres del siglo junto a los tatuajes y a sus oídos la telefonía celular característicos de un mundo rasado en los gustos y en las apetencias pero no en el acceso a los bienes, salvo a los elementales, construido por la globalización, un registro mediocrizante que ha convertido la aventura del viaje y del descubrimiento de la tierra que nos cobija en turismo masivo y la concomitante aventura interior propia del pensamiento, que nos vuelve humanos, en simples peripecias meramente argumentales (al estilo de las ofrecidas por los libros de autoayuda).
Acontecimientos que ocurren en una tierra que ya no guarda ningún misterio en sus selvas, cerros, llanuras, picos montañosos, ríos, océanos, cuevas, islas, valles, glaciares, bosques y desiertos unificados por la voracidad demandante de espacios para acoger, alimentar, vestir y entretener a miles de millones de seres orientados por una tecnología que recicla y refuncionaliza de cuanto dispone con un ritmo en persistente aumento.
El registro de la pos modernidad ya pertenece a la historia y será prestamente reemplazado por otro movimiento semejante que asumirá sus aportes transformándolos diversamente y de una dispersión mundial similar, menor o mayor con la que dicha pos modernidad contara. Ocurrirá en el marco previo de la globalización que, en cambio, es imparable dado su distinto origen y amenaza con embragar la tierra no hasta asfixiarla, aunque, sí transformarla en un globo monótono en sus paisajes plastificados y recorrida por seres humanos equivalentes de uniformidad.
Salvo una contraofensiva de la razón que, valiéndose de distintas herramientas le ponga freno e inaugure un tiempo de armonía y paz interior que libere a los hombres de su tiranía. Demanda utópica de la que descreemos.