Artes visuales

Berni

Por LOUIS ARAGON* (Francia 1897-1982)

El quebracho es una madera dura, su nombre español significa rompe-hacha, una madera roja que, cortada, da al tronco del árbol el carácter de un miembro mutilado, sangrante. Hay también quebrachos blancos, pálidos, exangües. En fin, en el bosque argentino, entre los quebrachos rojos y blancos y los enormes cactos, se levantan también las plantas locas, que son todas negras, como para demostrar que el fuego, el incendio, ha pasado por allí.
De esa madera se hacen los durmientes de las vías férreas y las vigas y los pilares de esas casas que no están cerradas por cuatro paredes –es un país cálido, se duerme, se come a pleno viento- paredes construídas según la fantasía de los leñadores que allí viven con sus numerosas familias flacas y pobres de tez cobriza, con sus perros, el magro pan compartido, los elementales muebles que ellos mismos hicieron. Población nómade, que se irá cuando llega el tiempo, con todos sus pobres bienes sobre un carro, los niños, la mujer todavía encinta, hacia las regiones algodoneras, para la cosecha… Gente tan fuerte y tan magra como el quebracho, hecha de esa madera patética, y como ella desgastada por el clima, el trabajo y la edad. Se diría que la gubia en la dura materia ha hundido su acero, trazado esas arrugas, delineado el esqueleto, desnudado el esófago y la laringe en el cuello. Y ¿qué incendio ha pasado también por allí? Todo en ellos está quemado, burilado, talado. Todo revela, desde la cuerda que cierra los bajos del pantalón hasta la recia descarnadura del hombre, la inmensa mirada de las muchachas, la fatiga de las mujeres, la vida trágica y miserable, no sólo de esta provincia donde estamos, sino de todo el pueblo americano en esas repúblicas del sur y del centro, tan extrañamente recortadas.
El lenguaje de la crítica de arte no está sometido a la prueba del tiempo: hoy no se halaga ya a un pintor por haber osado un rojo; el galimatías filosófico aun en uso nos resulta perfectamente ridículo. Por lo tanto, en estos días en que Picasso con su álbum Verve parece haber llevado al arte abstracto el golpe mortal que Moliere da al Hotel de Rambouillet con sus Precieuses, en que Fernand Leger pinta sus constructeurs y Renato Guttuso La ocupación de las tierras incultas en Sicilia, es por el quebracho de la realidad que hallamos entrada en la pintura de Berni, quien hace un cuarto de siglo estudió en París y París va a descubrir ahora, a principios de 1955.

En verdad, la pintura misma –determinada aquí por la vida de este artista que volvió a su patria, partiendo del arte de nuestros pintores, de aquéllos para quienes la cosa representada no era más que el pretexto, pasando por la barrera del surrealismo, que en pintura reintroduce el tema, si bien un tema fantástico, para plantearse las cuestiones del realismo en su complejidad a partir de 1932, de esos Huelguistas que se acercaban al arte picassiano y a los frescos mejicanos, pero constituían un tema inevitable en la gran crisis suramericana del trabajo en ese año- la misma pintura de Berni, en verdad, está toda habitada, en su período realista, por la reinvención del color y de la composición: pero aquí los problemas planteados y resueltos, por problemas de pintura que sean, están sometidos a lo que se quiere decir, a los problemas de la vida, y si renacen es para dominar la calidad estética, para ponerla al servicio de los hombres, no para separarla de ellos.
Esos hombres y esas mujeres de su país que el arte de Berni señala y lleva a la conciencia de otros, es el propio gusto de ellos por los colores, reflejado con sus miserias y su sensibilidad en las grandes telas, los estudios, los retratos. Es uno de esos países donde los pájaros y las mariposas definen la sobriedad de la elección en los colores: y ese amor popular por los azules, por los rosas, por los amarillos, por los violetas, ha pasado a la pintura de Berni, en el botón desaliñado de la blusa de una muchacha, el saco de un hombre, la bufanda de otro, la tela de alguna tienda que ha hecho esa ropa, pero también a los labios malvas de esos rostros de cobre. Todo, además, parece tener por clave el color de la piel de ese pueblo; ella cambia la gama de las tintas, y también la mirada de esos ojos que la horadan. Lo extraño es que todo eso se une por la violencia misma de la naturaleza, por la atmósfera que envuelve a esas familias errantes, por el cielo rosa viejo donde los vientos empujan apagados nubarrones; y que el grupo caótico que se abre paso en la llanura, devuelto en su abigarramiento a la angustia de la emigración, se compone, alrededor del carro, con sus perros, sus andrajos, sus criaturas, sin que nada parezca indicar el movimiento. –Todo reunido de pronto como frente al fotógrafo para un retrato de familia- excepto la posición de los pies de la pequeña en primer plano: camina, y eso basta para animar el todo, para lograr que el conjunto deje de permanecer estático y avance sobre nosotros.
Se piensa, y menos paradojalmente de lo que el color lo haría soñar, color nacional, lejano a los tonos de Francia, en esos cuadros de los hermanos Le Nain. A ellos también, a nuestros paisanos del siglo XVII, que sólo tenían en la casa lo
sombrío del pan y de los andrajos, el pintor los agrupó así, detrás de la mesa y del carro… O en Chardin, que en el cómodo interior de los burgueses, cien años más tarde, hacía brillar una porcelana, una naturaleza muerta en un rincón de la composición, como brilla aquí esta calabaza al margen de la Cena del leñador, bajo las vigas descoloridas del quebracho. No falta nada de aquello que en italiano un Rimbaud llamó la música sabia.
Todo reside en saber a qué o a quién sirve la ciencia. El comentario sería aquí una carga inútil para lo que dice perfectamente la tela pintada o el dibujo. Dejemos hablar a Berni con su lenguaje profundo y puro; la diversidad de los seres expresados encuentra en él su singular unidad. Esto sucede en la mitad del siglo XX, en las profundidades de la Argentina, lejos de Buenos Aires, la ciudad moderna, extranjera para su pueblo y semejante a todos los rincones del mundo  a los que se llega con las Panamerican Airwavs.
Apenas tropezamos con dos pequeños paisajes de los alrededores de la capital, zonas de casuchas que nada deben al quebracho, y que el pintor ha juntado como para crear un límite a su exposición: aquí la pintura es toda otra, es la índole ya conocida de la pintura moderna, la forma de cubo de los acartonamientos suburbanos… pero todo nos devuelve a esa escuela rural donde tanto muchachos y muchachas como hermanos y hermanas parecen poseídos por un demonio personal que los diferencia en el nacimiento del cabello, la actitud, el color, cuando están inclinados hacia el sabio abecedario, que reciben de un profesor invisible, situado en el mismo lugar en que se sitúa el pintor.
Oh, reservas de hombres, de almas, de amores…

Traducción Héctor Miguel Ángeli

 

* Louis Aragon: Poeta y novelista francés. Uno de los fundadores del surrealismo junto a André Breton y Philippe Soupault.

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