Manuel J. Castilla
Escolio del poema “El gozante”
Por GRACIELA MATURO
Manuel J. Castilla incluyó este poema en el libro Cantos del gozante, de 1972. Intento a continuación aproximarme al poema sin prejuicios, con la empatía de la mirada poética, y la distancia crítica indispensable para su total comprensión y evaluación.
Detengámonos ente todo en el título, ya que es una clave siempre valiosa para entender un poema, especialmente cuando el poeta se visualiza y se nombra a sí mismo, pues ese grado de autoconciencia echa luz sobre toda su obra. Y el poema reitera ese nombrarse, de modo contundente, en el primer verso: Me dejo estar sobre la arena porque soy el gozante. Claramente se refiere Castilla al acto contemplativo, el dejarse estar del poeta, desprendido de todo utilitarismo. Lo definen la quietud y el goce. También el silencio, que es previo a la palabra, y agrega: Si alguien me tocara las manos se iría enloquecido de eternidad, húmedo de astros lilas relucientes.
Su actitud contemplativa no es tan distinta de la del soñador, que vemos configurada en otro poeta de su generación, Alfonso Sola González. Son dos aspectos de la experiencia, y del poetizar, sólo que se habla aquí del acto consciente contemplativo que a su vez suspende la conciencia racional para constituirse en acto receptivo del Ser. Siente el poeta que ese acto lo sustrae del tiempo; la eternidad lo invade, colma su cuerpo: Estoy solo de espaldas transformándome. / En este mismo instante un saurio me envejece/y miro por los ojos y soy leña/y miro por los ojos de las alas de las mariposas/un ocaso vinoso y transparente.
Recordemos aquella teoría del camaleón expuesta por Julio Cortázar, y antes por Keats, por la cual el contemplador se transforma en lo contemplado: ha quedado atrás el “ego constituido” para dar lugar, paulatinamente, a la conciencia cósmica, el rapto que arrecia sobre el sujeto y lo modifica. En mis ojos cobijo /todo el ramaje vivo del quebracho. Al mismo tiempo puede señalarse la persistencia de ese yo lúcido que consigna en palabras su experiencia de encuentro con el Todo. Lo expresa en imágenes de belleza incomparable, dando cuenta de sí en la 1ª persona del verbo y en los pronombres: Estoy solo …miro… En mis ojos… Nos hablaun sujeto consciente, aunque traspasado por la eternidad. De mí nacen los gérmenes de todas las semillas / y los riego llorando con rocío… El contemplador, fusionado con el Ser – pastor del Ser como diría Heidegger- siente que de él nace la vida, él vive unificado con la gran corriente de la Creación; me atrevería a hablar de la divinidad concebida por el filósofo alemán como acontecimiento o Ereignis. De ese nuevo estado siguen naciendo otros ecos: Sé que en este momento dentro mío nace el viento como un enardecido río de uñas y de agua. Manuel se identifica con el soplo sagrado y lo encarna en el viento, antiguo símbolo del espíritu; pero la fuerza de la imagen da más de sí misma, se continúa en una metáfora que asocia al viento conun complejo imaginario regido por el agua y el aire, que incluye la animalidad de las uñas. Cabe recordar lo dicho por Aristóteles, retomado por Philip Wheelright, sobre la epífora o metáfora simbólica, y la diáfora o metáfora de invención; la primera – señalaba Borges- nunca falta en los grandes poetas Aunque parezcan agotadas, son las imágenes que corresponden a la situación real del hombre en el mundo.
Tanto el viento como el río son figuras de movimiento que conmueven al poeta. Participa en la génesis de lo creado, génesis que no se dio de una vez para siempre sino que es continua y actual: el mundo se halla en permanente creación.
Dentro del monte yazgo, preñado de quietudes furiosas, sigue el poeta. Nuevamente aparece la quietud del contemplador, consciente de sí, que yace dentro del monte, con la primera persona que lo identifica, y observemos un adjetivo: preñado. Es en verdad un participio que corresponde a la hembra, y señala un máximo estado de receptividad. Y continúa el poeta, usando un oxímoron o contraposición fuerte: preñado de quietudes furiosas. Sus quietudes pueden hacerse furiosas, enardecidas. Y ese estado alcanza su ejemplo: A veces un lapacho me corona con flores blancas/ yo me bebo esa leche como si fuera el niño más viejo de la tierra. La evocación de la “hembridad” por así decirlo, revierte el rol del contemplador, ahora identificado con un niño que bebe la leche materna. Manuel Castilla evoca con esa constelación emocionala todo lo que ha venido nombrando: la Creación, el viento, el río.
Miro los cachos del banano/ veo arañar sus dulces dedos de oro y en las sandías/ los genitales verdes del verano llenan mi corazón de poblaciones. Vuelve a insistir en la imagen de la “hembridad”, es el contemplador receptivo, fecundado por la Belleza: Siento que estoy tapado por luciérnagas/y que en mi pelo crece la niñez del relámpago. Participa el poeta de la conciencia cósmica, pero en él se mantiene despierto el sujeto. La sombra de los pájaros es como un agua negra que acaricia mi nuca…. Una hormiga me deja su ají breve en la boca y me voy a los tumbos en la noche por el agujereado camino de los sapos. Como una oleada que desenvuelve toda su potencialidad, sigue la cadena metafórica, emocional, oscura, que no está sólo redescribiendo el mundo sino, y especialmente, la relación del poeta con el mundo.
Al final vienen dos preguntas: ¿Quién me arrima l paz de la tortuga? Quién desempoza el tiempo de su cáscara? Además de que la interrogación – tanto como la exclamación – marcan el crecimiento emocional del discurso, pongamos atención en ese pronombre: Quién. Es un pronombre personal, aquí llevado al modo interrogativo. Se está intuyendo a un otro, alguien capaz de arrimar paz y desempozar el tiempo, alguien que luego será nombrado como Dios. Sigue el reconocimiento de quien mira y es mirado:
Soy el que por la piedra lechosa del quirquincho/ bebe en miel las abejas/ como el rocío maduro de la música/ ¿Adónde irán mis ojos llenos de hojas? / ¿Por dónde en ellos vagará el cielo yéndose?/ Me mira Dios y sé que aquí, yaciendo, / lo estoy haciendo despaciosamente.
Aparece claramente nombrado el Otro, otro sujeto que ejerce acciones como arrimar la paz, desempozar el tiempo… ; pero no es suficiente ese reconocimiento; se nos da una revelación, y es la interdependencia del contemplador y el Dios. Heideggerianamente, el poeta afirma la copertenencia del hombre y el Ser. Cada uno es causa y objetivo del otro.
De cara al infinito/ siento que pone huevos sobre mi pecho el tiempo. Se hace evidente la audacia de esta imagen, su concretez para decir que el tiempo se abre hacia la eternidad, apelando a la vieja figura del huevo como imagen de la resurrección. Sigue una imagen compleja que salta a un nivel metapoético: Si se me antoja, digo, si esperase un momento, puedo dejar que encima de mis ingles amamante la luna sus colmillos pequeños.
Imagen trans-racional que no intentaré despejar, pero que en su complejidad nos acerca el erotismo convocado por la mención de las ingles, y el acto de una luna que amamanta sus colmillos. Acto seguido el locutor adquiere el tono de un contador de cuentos: Miren mis ojos cuando estoy pensando/ a ver si es que les miento. .. En esos ojos los oyentes, que han sido convocados por el verbo poético, podrán certificar la verdad de lo dicho, pues en ellos (mis ojos) están todos los seresdel mundo, zorros, gualacates, corzuelas, garzas, yararás, acuatánicas,… todo se halla en mis ojos que ven mi triste nada y mi alegría.
La relación hombre-mundo, hondamente expuesta por la fenomenología que sustenta mi enfoque, se muestra en el poema – en todo poema – y es asumida a conciencia por Manuel Castilla. El mundo existe para el hombre así como el hombre existe para él, y esa riqueza le produce alegría óntica a la vez que – nuevo contraste- le ayuda a comprobar su indigencia, su Nada. El hombre vive esa doble condición, de sentirse Dios – digamos así- en la contemplación, y sentirse Nada, al constatar su carencia, su siempre estar-siendo. Obviamente tendrá que ser evocada la muerte, ventana a esa plenitud, o esperanza de ella. Los dos versos finales, siempre dirigidos a otros, nos dirán a modo de conclusión:
Después, si ya estoy muerto, / échenme arena y agua. Así regreso.
Termina este magnífico poema con una exhortación; pide el poeta que lo ayuden a regresar para reciclarse en la vida, acaso en una reencarnación, como queda sugerido, abierto.
El poema en su totalidad ofrece la definición que el poeta ofrece de sí mismo, al configurarse y nombrarse desde el título como gozante. Es el contemplativo, el que a través del acto de contemplación se reconoce doblemente como criatura habitada y como imagen de Dios, a quien a su vez va dando su ser en la misma medida en que de él lo recibe. También nos ofrece una poética de la Presencia, una justificación de su palabra como resultado de la experiencia erótico-mística del encuentro con la totalidad. Ofrece a otros esta experiencia, que convierte en sabiduría, pidiendo una escucha y comprensión que sobrepasa los márgenes de la estética.
Por mi parte considero que Manuel Castilla se reconoce en la tradición poética del orfismo, teorizada por Plotino y Dionisio, luego asumida por Dante, Garcilaso, Eliot o Rilke. Tradición también presente en el cancionero tradicional, al que el poeta salteño vuelve, como lo hicieron en menor medida otros poetas de su generación – León Benarós – y antes de ellos dos grandes maestros: Banchs y Molinari. Así la doctrina del Amor y de la Belleza, expuesta en el Banquete de Platón y próxima a nosotros en el Descenso y ascenso del Alma por la Belleza de Marechal, deja de parecer un fruto exótico: la vemos encarnada – y conscientemente desplegada- en la poética del Cuarenta, a través de las matizaciones expresivas de los distintos grupos que la conforman.
EL GOZANTE
Me dejo estar sobre la tierra porque soy el gozante.
El que bajo las nubes se queda silencioso.
Pienso: si alguno me tocara las manos
se iría enloquecido de eternidad,
húmedo de astros lilas, relucientes.
Estoy solo de espaldas transformándome.
En este mismo instante un saurio me envejece y soy
leña
y miro por los ojos de las alas de las mariposas
un ocaso vinoso y transparente.
En mis ojos cobijo todo el ramaje vivo del quebracho.
De mi nacen los gérmenes de todas las semillas y los riego con rocío.
Sé que en este momento, dentro de mí,
nace el viento como un enardecido río de uñas y de
agua.
Dentro del monte yazgo preñado de quietudes furiosas.
A veces un lapacho me corona con flores blancas
y me bebo esa leche como si fuera el niño más viejo
de la tierra.
Miro los cachos del banano,
veo arañar sus dulces dedos de oro
y en las sandías
los genitales verdes del verano llenan mi corazón de
poblaciones.
Siento que estoy tapado por luciérnagas
y que en mi pelo crece la niñez del relámpago.
Lo que pisa mi piel igual que la arena lo traga para
siempre.
La sombra de los pájaros es como un agua negra que
acaricia mi nuca,
una hormiga me deja su ají breve en la boca
y me voy a los tumbos en la noche
por el agujereado camino de los sapos.
¿quién me arrima la paz de la tortuga?
¿quién desempoza el tiempo de su cáscara?
Soy el que por la piedra lechoza del quirquincho bebe en miel las abejas
como el rocío maduro de la música.
¿Adónde irán mis ojos llenos de hojas?
¿Por dónde en ellos vagará el cielo yéndose?
Me mira Dios y sé que aquí, yaciendo,
lo estoy haciendo despaciosamente.
De cara al infinito
siento que pone huevos sobre mi pecho el tiempo.
Si se me antoja, digo, si esperase un momento,
puedo dejar que encima de mis ingles
amamante la luna sus colmillos pequeños.
Zorros la cola como cortaderas,
gualacates rocosos,
corzuelas con sus ángeles temblando a su costado,
garzas meditabundas
yararás despielándose,
acatancas rodando la bosta de su mundo,
todo eso está en mis ojos que ven mi propia triste
nada y mi alegría.
Después, si ya estoy muerto,
échenme arena y agua. Así regreso.