CRÍTICA LIBROS: “LOS SUEÑOS DE LA ETERNIDAD en el tiempo”, de Alejandro Bovino Maciel, por Alberto Boco
LOS SUEÑOS DE LA ETERNIDAD en el tiempo
de Alejandro Bovino Maciel
“Si nada se mueve, no hay tiempo, porque el tiempo es el rastro del movimiento.”
Carlo Rovelli (1)
El sello editorial Librería de la Paz de la Ciudad de Resistencia, provincia del Chaco, República Argentina, acaba de publicar “LOS SUEÑOS DE LA ETERNIDAD en el tiempo” de Alejandro Bovino Maciel, escritor nacido en la Ciudad de Corrientes, capital de la provincia de igual nombre que, como la Ciudad de Resistencia, se ubica en la región noreste del vasto territorio Argentino.
Este libro es el primero de una serie de seis volúmenes donde Bovino Maciel aborda la difícil tarea de maridar el pensamiento racional con los territorios de la fe, la noción de temporalidad “de los almanaques y los relojes”, su atadura a lo real material, con ese otro territorio sin principio ni fin, lo eterno, dominio típico del discurso religioso, en este caso del cristianismo.
Un tercer espacio, desde el propio título, le suma color y sabor a la elaboración, un ingrediente bello y terrible como el ángel rilkeano: el sueño.
Se parte desde las primigenias disputas en tiempos del primer cristianismo y los motivos de fondo que las mismas encubrían (aunque no tanto) como lo señala precisamente el prologuista Oded Balaban, del Departamento de Filosofía de la Universidad de Haifa.
Cuando se dice maridar (en sentido gastronómico) se suele referir a elementos de diferentes contexturas unidos por cierta afinidad u oposición, que el gusto del comensal debe reconocer como distintas y armonizar para su deleite o rechazo según le plazca. No se deber entender aquí como maridar deseo alguno de homologar, sintetizar, ni mucho menos fusionar ideas, nociones, conceptos que se resisten a su dilución uno en otro como el agua y el aceite.
El autor nos propone, con una prosa cuidada, ágil y cargada de ingenio un relato que escapa al antagonismo fácil, que no llama al lector a tomar partido o a reforzar creencias, las que sean, sino a hacer uso de su inteligencia suscitada por una escritura amena sobre un contenido, el tiempo, que como tal y como tema se nos presenta inagotable. Para ello parte de las múltiples elaboraciones de los dogmas religiosos occidentales (el cristianismo en particular) y el sentido, y acaso las consecuencias (en nosotros y nuestras creencias) sobre la duración y extensión del tiempo y la noción de lo eterno.
Cabe destacar la perspectiva humanista del autor, su postura ética presente en no pocos señalamientos y otro factor que atraviesa la obra y que nos inspira a reflexionar: el tema del poder. Un ejemplo son estos párrafos que, en la mirada de quien escribe estas líneas, expresan con precisa claridad el sitio donde se afirman los valores y convicciones del autor:
“La muerte sobreviene como castigo en la Biblia. Por tal razón toda la mitografía judeocristiana e islámica carga con el inmenso peso de la culpa que nos extorsiona: somos seres miserables, díscolos, desobedientes y nos hemos ganado el repudio divino. Los descendientes de los descendientes de Adán y Eva estamos condenados a sobornar a un Dios colérico para merecer Su perdón. Todos los actos humanos bordean la hybris y el ejercicio de la libertad desafía el poder desde el más alto (espiritual) hasta el último comisario de pueblo que ostenta el poder temporal.” (pág. 97 y 98)
“…Ese pecado original de megalomanía (“seréis como dioses”, prometió la Serpiente) fue el primer acto de soberbia humana, su sombra sigue acompañándonos desde que fuimos exiliados del Edén y resuena en cada acto de hybris o desmesura que intentamos, tal vez porque nadie nos enseñó la verdadera medida humana”. (pág. 89)
“Pero es sabido que los poderes religiosos buscan y buscarán sofocar la libertad humana recordando que Yahveh nos quería anestesiados en el Edén, conociendo solamente el estado de gracia siempre que renunciáramos a nuestra libertad de saber más.” (pág. 98).
En esta dirección nos encontramos sobre el final del libro con una maravillosa síntesis que, justamente enlaza la épica argentina por excelencia, como es el Martín Fierro, con dos aspectos centrales de esta impecable trabajo literario de Bovino Maciel y su coherencia con los valores y principios que sostiene: en primer lugar aparecen con breve pero prístina claridad la eternidad y el tiempo en la palabra de un gaucho iletrado, un modo de decirnos que los pensamientos profundos y las grandes preguntas no necesariamente deben ser espacio solo de injerencia para doctores e intelectuales. En segundo lugar el planteo ético del autor, citando en El regreso del Martin Fierro, obra y personaje arquetípico de la pampa argentina, cómo evita el ocasional público un seguramente trágico duelo a cuchillo; así expresa su posición frente a lo justo y la importancia del otro, de los otros como metonimia de la sociedad: “Se rompe mágicamente el círculo de la maldad con la intervención de los demás,…” (Pág. 114)
Hay en este valioso primer volumen de la serie, un importante número de virtudes y particularidades que llaman la atención del lector y provocan ese atractivo que hace de ciertos libros un hábito lindante con el vicio, una suerte de fanatismo por seguir leyéndolo y como en los deliciosos helados que se saboreaban en la niñez (y también en la edad adulta) uno lamente el momento en que lo está terminando.
Entre las cualidades podemos señalar un sólido trabajo de investigación, una gran erudición y un vasto conocimiento de múltiples disciplinas y fuentes de información. Bovino Maciel cita con autoridad tanto a filósofos presocráticos como a padres de la iglesia o a cristianos primitivos, a Platón y Aristóteles como a Santo Tomas o San Agustín, tanto a los antiguos gnósticos como a Freud o a Melanie Klein. Como recurso expresivo utiliza una precisa y nos atreveríamos a decir lujosa administración del lenguaje puesta al servicio de la atracción del lector hacia la obra y no del vano lucimiento personal.
Respecto de las particularidades encontramos, entre otras, el despliegue de una inteligencia poco común y una metodología de escritura no habitual para trabajar este tipo de contenidos. Lo hace con desenfado, con un sentido del humor notable y una fina ironía; de un modo sencillo y accesible trata temas cuyo abordaje no es en absoluto fácil y su clausura está muy lejos de ser alcanzada a menos que nos dejemos llevar por el expediente simplificador de la ciega creencia.
Son muchos los párrafos que encontraremos en el libro donde se ve expresada esta frescura en la pluma del autor, por ejemplo un fragmento del apartado Soberbia y Humildad del Capitulo 4, donde revisa con justeza, y en notable síntesis, a los denominados en la religión católica Pecados Capitales. Veamos:
“No cesan los teólogos de recordarnos una y otra vez el fantástico pecado original que hizo delincuentes a los padres Adán y Eva y que heredamos sin merecer, como una carga congénita que admitió el buen Dios en nuestro genoma que también nos imprime los ojos verdes, la diabetes, la estatura, la obesidad.”
Hay es la elección de la escritura una forma de cercanía casi cómplice con el lector, involucrándose el autor en primera persona como en un diálogo entre amigos para ejemplificar elaboraciones filosóficas y teológicas nada sencillas, a menudo paradojales, dando cuenta de una mirada sumamente aguda que da lugar a ese abordaje original propio de una inteligencia audaz y, por qué no, de la mejor inocencia, aquella que encontramos en las antípodas de la tonta ingenuidad. Entre muchos ejemplos podríamos mencionar estos:
“Ay, mi entrañable lectora, mi complementario lector, para aclarar esto debemos internarnos en las áridas landas filosóficas ayunas de mitologías y fantasmagorías sagradas. La Ontología es el estudio del Ser despojado de atributos como quien decidiera estudiarme prescindiendo de mi estatura, mi anatomía, mi peso, mi genealogía, sexualidad, carácter, fisiología y enfermedades que me acompañan con la fidelidad de un perro.”
O bien:
“Para Platón el mundo espiritual inmaterial (al que llamó Topus uranus o ‘sitio celestial’) es perfecto, estable, incorruptible, eterno. En cambio, en el mundo fenoménico y material en el que vivimos, la gente está expuesta al desgaste, la vejez, los tumores frontoparietales, el asma y los impuestos.”
Luego del imponente despliegue de fuentes y referencias teológicas que expone este primer volumen (se recuerda que es el primero de una serie de seis) el autor nos remite en rápida síntesis a la cuestión de la temporalidad en un breve párrafo de la página 100 donde, citando a los Ebionitas, una de las tantas sectas de los tiempos del cristianismo primitivo, dice: “Enseñaron que Dios había dividido el dominio del tiempo, he aquí el interés que cobra para nosotros que perseguimos esa idea; a Satanás le asignó el reino temporal y a Cristo, la eternidad.”
En el epígrafe de esta reseña se cita a Carlo Rovelli, que es físico y dice “el tiempo es el rastro del movimiento”.Al comenzar la lectura del prefacio del libro de Bovino Maciel leemos “el tiempo, su sombra llamada movimiento”, la única diferencia con el físico italiano Rovelli pareciera ser una palabra pero la diferencia no es menor porque el físico ve primero el movimiento del cual el tiempo es su rastro, en cambio Bovino Maciel ve primero el tiempo y al movimiento, en un giro bellamente poético, lo señala como su sombra. No vamos a abrir aquí una discusión sobre cuál de las dos afirmaciones es más precisa o más verdadera, tampoco cual es la más bellamente escrita, sería baladí. Lo que sí importa es que en la afirmación acaso más poética de Bovino Maciel está presente un efecto del que había dado cuenta D H Lawrence, citado por Deleuze y anteriormente por Victoria Ocampo en la revista Sur. Dice Victoria Ocampo:
“En su artículo «El caos en la poesía», que se publicó en diciembre de 1929, es decir, tres meses antes de su muerte, Lawrence nos habla con insistencia del caos en que nadamos: caos del mundo exterior e interior, al que en vano decoramos con el nombre de Cosmos, conciencia, espíritu, civilización, etc. Pero el hombre, afirma, tiene terror al caos. Y entonces, para defenderse de él, interpone una sombrilla abierta entre sí y el eterno Maëlstrom. «Hecho esto –prosigue Lawrence– pinta en el interior de su sombrilla un firmamento… El hombre erige un edificio maravilloso de su propia creación entre sí y el caos salvaje, y luego se anemia y se asfixia debajo de su quitasol. Surge entonces un poeta, enemigo de la convención, hiende la sombrilla y ¡milagro! el caos revelado es una visión, una ventana abierta al sol». Y más adelante añade: «Llégase ahora el momento en que la conciencia humana, aterrorizada, pero infinitamente suficiente, tiene al fin que someterse y reconocer que forma parte del vasto y poderoso caos vivo. Abriremos otras sombrillas. Son ellas una necesidad de nuestra conciencia. Pero
no podremos abrir ya nunca más la sombrilla Absoluta, sea ella religiosa, o moral, o racional, o científica, o práctica».
Acaso en esa frase y en esa imagen donde aplica la palabra “sombra” sintetiza nuestro autor su afinidad con el territorio de la poesía y con la mayor potestad del humano, la diferencia capital con los mamíferos superiores, el lenguaje, el responsable de nuestras mayores virtudes y desgracias, del que se ha dicho que, siendo innecesario para la supervivencia y la preservación de la especie, nace y se propaga como un virus que para bien y para mal ha hecho de nosotros lo que somos.
Si caos y cosmos son nociones opuestas no parecería prudente que al universo lo sigamos llamando cosmos, en tanto forma inconclusa e ilimitada de ¿totalidad? ¿Es entonces pertinente, apropiada, precisa esa denominación? Con sus últimos hallazgos y sus muchas presunciones los físicos encuentran inteligible algunas leyes de carácter general y al igual que en la filosofía, quedan una enormidad sin respuesta y un sin número de preguntas. En dicho entorno el tiempo, esa dimensión tan definitoria de nuestras vidas aparece apenas como un fenómeno de tipo local y para nada dotado de las características absolutas y determinantes que los humanos le asignamos.
Persisten las mayores y mejores preguntas, las que justamente no tienen respuesta y suscitan la curiosidad de quienes no se dejan asustar por esos grandes espacios en blanco, que como la página en blanco en la literatura es un espacio solo a la medida de quienes se le atreven, como Alejandro Bovino Maciel que nos advierte en el que denomina Auto de Fe del autor que “La escritura libra, dentro de cada uno, la guerra contra la nada”. Este es el caso de Los Sueños de la Eternidad en el Tiempo cuya lectura se recomienda fervorosamente.
Alberto Boco
Notas:
(1) Carlo Rovelli, en su libro “El orden del tiempo”, Primera edición, mayo 2018, Barcelona, España, Página 53, Traducción Francisco J. Ramos Mena.