RECORDANDO A EUGENE O´NEILL
Por Alejo Piovano
Eugene O’Neill (1888-1953), -escritor estadounidense- vivió una juventud vagabunda. Embarcado en buques de carga, recorrió toda América. Fue buscador de oro en Honduras y simple asalariado en Buenos Aires. En 1912 enfermó gravemente. A partir de su curación dedicó su vida al teatro. Casado tres veces, obtuvo en 1936 el premio Nobel.
Hablar de artistas del pasado o del presente se hace difícil para mí, en un tiempo donde reina la fragmentación y el anonimato sobre cualquiera de las disciplinas del arte. Me he criado en un tiempo donde la prensa escrita era válida en tanto respondía a sectores de opinión y no era de multinacionales del tiempo libre.
El teatro de interpretación de los textos dramáticos no llega a los festivales mundiales de teatro, ávidos de novedades especulativas. Los grandes textos tienen existencia en trabajos de tesis universitarias, sólo realizadas para aprobar licenciaturas. Es que el teatro es tan simple o complicado como cualquier otro arte, pero la impronta de este comienzo de siglo borra la comunicación transformándola en información y toda reflexión desaparece.
O’ Neill -premio Nobel de literatura- en estos días no daría mucho de ganar a ninguna editorial o a ningún empresario teatral. Como casi toda la cultura contemporánea está viciada de la actualidad mencionada, las mejores obras del teatro universal corren tanto peligro como el patrimonio arquitectónico de nuestra ciudad. Seguramente tendremos que recurrir a la protección de la UNESCO para que previo envase, nos señale con un cartel en la biblioteca, de importancia del recorrido instructivo por esas piezas teatrales. Y esto pasa también con este autor. Sus dramas no forman parte de ningún listado de patrimonio universal y tienen la desgracia de los chistes de Woody Allen y algún prólogo ladino de Borges. El mundo de los actores tampoco lo favorece. Como empedernidos analfabetos que son de toda dramaturgia, a nivel global de ignorancia no encuentran otro motivo que recurrir a la sentimental -y adaptable al sistema stanislavskiano- «Largo viaje de un día hacia la noche», la más pobre de todas ellas por el sólo hecho de haber querido ser autobiográfica. Es que el texto teatral no puede superar el reinado del mercado de los gestores culturales, tampoco el reinado de la imagen y mucho menos la voluntad demagógica de los directores. Nunca el mundo teatral fue demasiado culto, pero el trabajo a partir de las improvisaciones dramáticas debilitaron las ideas y pusieron en el centro de la escena la espontaneidad del trabajo actoral y sólo eso; sin olvidarnos de la crítica teatral contribuyente silenciosa de la confusión general.
Volver a los textos, a realmente interpretarlos se ha vuelto imposible para un mundo penetrado de una búsqueda maníaca de originalidad. Así queda afuera del horizonte esta obra de O’Neill, intensa y de logros cabales. Resulta muy notoria la omisión de ella en los escenarios, y es que si bien no es un clásico, debiera serlo. No hay concesiones en su obra a quien no acerca su curiosidad. La lectura pasiva de cualquier dramaturgo sólo lleva a un laberinto de ideas prefijadas. Los buenos lectores y actores pueden reescribir sobre el escenario aquellos textos dormidos en los anaqueles. Los directores de los teatros oficiales, los únicos en condiciones de sostener los monumentos del pensamiento dramático, tienen sólo voluntad de presupuesto y justificativos para no realizarlos.
Un punto a favor del autor ha sido las traducciones de León Mirlas, que con un lenguaje coherente ha podido dejarlas estructuradas respecto al habla rioplatense. Nunca fue desmerecida su labor, y sí desestimada. Indudablemente, cuando no se habla de un traductor es por bueno, el malo es presa del nuevo ejecutivo editorial. No tengo registro de algún éxito extendido de su obra en Buenos Aires, pero sí recuerdo con respeto y asombro los trabajos de Orestes Caviglia, Onofre Lovero, Francisco Petrone, Rubén Pesce y Gorostiza que lograron el punto justo de la repercusión sobre el auditorio. Ésto no supone hablar mal del autor, Shakespeare y Sófocles no tuvieron mejor suerte en nuestros escenarios. La virtud del entretenimiento no justifica nada. A la cultura no se accede para pasarla bien y no es asimilable al tiempo libre como se hace en la actualidad. Sólo le interesa al lector o espectador sagaz, al que busca valores perdurables. Por esto, he tomado a este escritor tan noble en su obra que en mi parecer rechaza los panegíricos y nos sumerge en la vida. Sin embargo, un acceso a su dramaturgia no puede lograrse por el marco de su biografía. Nada tan alejado como sus personajes de él mismo, porque en todos los dramaturgos el sentido personal aparece, pero en él ha transpuesto sus propios límites. Fue además atrevido en la invención de una arquitectura dramática, que prodigándose en utilización de máscaras, monólogos cercanos al fluir de la conciencia y la utilización del, tiempo hizo de ellos partes integrantes del drama. Retrató a la humanidad intensamente, apartado del mundo condenado de Strinberg o Bergman. El dolor tiene salida en el aire que rodea a sus piezas. Sus conflictos respiran, no son tributarios del miedo.
Al usar la técnica del monólogo, -tan olvidada por las dramaturgias naturalistas- la revitaliza haciéndola creíble, integra al movimiento dramático. Su despliegue técnico no se vuelve artificioso, se corresponde a la acción y al carácter cambiante de las emociones creadas. El tema del conflicto entre ley y deseo llega en él a ser penetrado increíblemente pero no los aniquila.
Creó personajes como personas cabales, no son los hombres amputados de Tennessee Williams o los insalvables escépticos de Dürrenmatt. La culpa en ellos es dinámica, no los paraliza, los vuelve más inquietantes. Es un universo poblado de emociones, de sentimientos y sin un condicionamiento filosófico detrás del cual se defienda el autor. Las cartas a su traductor lo muestran como persona prudente y asombrada, alejada de la pose literaria y hasta vulnerable. Asistió poco a sus estrenos, lo imaginamos tendiente a sentir la traición a los mínimos detalles de su obra en el momento de su concreción escénica, como le pasa a todo gran autor y a los que no lo son.
Eligió ante la narración determinista, el vacilar incontrolable de las emociones humanas. Su obra termina en el escenario para hacer posible la sustancia de los sueños que todos los espectadores comparten. Sus personajes creen, nunca caen en los presupuestos del autor, se han desprendido de él y se poseen a sí mismos. El movimiento dramático los carga de fe sin proclamar teorías.
O’ Neill fue aquel hombre (el nombre de escritor o dramaturgo reduce su dimensión poética) criado a la sombra del teatro por el oficio de sus padres, el que salió un día por los mares del sur en búsqueda de la verdad y que regresó al teatro para dar testimonio de la vida.
El teatro de interpretación de los textos dramáticos no llega a los festivales mundiales de teatro, ávidos de novedades especulativas. Los grandes textos tienen existencia en trabajos de tesis universitarias, sólo realizadas para aprobar licenciaturas. Es que el teatro es tan simple o complicado como cualquier otro arte, pero la impronta de este comienzo de siglo borra la comunicación transformándola en información y toda reflexión desaparece.
O’ Neill -premio Nobel de literatura- en estos días no daría mucho de ganar a ninguna editorial o a ningún empresario teatral. Como casi toda la cultura contemporánea está viciada de la actualidad mencionada, las mejores obras del teatro universal corren tanto peligro como el patrimonio arquitectónico de nuestra ciudad. Seguramente tendremos que recurrir a la protección de la UNESCO para que previo envase, nos señale con un cartel en la biblioteca, de importancia del recorrido instructivo por esas piezas teatrales. Y esto pasa también con este autor. Sus dramas no forman parte de ningún listado de patrimonio universal y tienen la desgracia de los chistes de Woody Allen y algún prólogo ladino de Borges. El mundo de los actores tampoco lo favorece. Como empedernidos analfabetos que son de toda dramaturgia, a nivel global de ignorancia no encuentran otro motivo que recurrir a la sentimental -y adaptable al sistema stanislavskiano- «Largo viaje de un día hacia la noche», la más pobre de todas ellas por el sólo hecho de haber querido ser autobiográfica. Es que el texto teatral no puede superar el reinado del mercado de los gestores culturales, tampoco el reinado de la imagen y mucho menos la voluntad demagógica de los directores. Nunca el mundo teatral fue demasiado culto, pero el trabajo a partir de las improvisaciones dramáticas debilitaron las ideas y pusieron en el centro de la escena la espontaneidad del trabajo actoral y sólo eso; sin olvidarnos de la crítica teatral contribuyente silenciosa de la confusión general.
Volver a los textos, a realmente interpretarlos se ha vuelto imposible para un mundo penetrado de una búsqueda maníaca de originalidad. Así queda afuera del horizonte esta obra de O’Neill, intensa y de logros cabales. Resulta muy notoria la omisión de ella en los escenarios, y es que si bien no es un clásico, debiera serlo. No hay concesiones en su obra a quien no acerca su curiosidad. La lectura pasiva de cualquier dramaturgo sólo lleva a un laberinto de ideas prefijadas. Los buenos lectores y actores pueden reescribir sobre el escenario aquellos textos dormidos en los anaqueles. Los directores de los teatros oficiales, los únicos en condiciones de sostener los monumentos del pensamiento dramático, tienen sólo voluntad de presupuesto y justificativos para no realizarlos.
Un punto a favor del autor ha sido las traducciones de León Mirlas, que con un lenguaje coherente ha podido dejarlas estructuradas respecto al habla rioplatense. Nunca fue desmerecida su labor, y sí desestimada. Indudablemente, cuando no se habla de un traductor es por bueno, el malo es presa del nuevo ejecutivo editorial. No tengo registro de algún éxito extendido de su obra en Buenos Aires, pero sí recuerdo con respeto y asombro los trabajos de Orestes Caviglia, Onofre Lovero, Francisco Petrone, Rubén Pesce y Gorostiza que lograron el punto justo de la repercusión sobre el auditorio. Ésto no supone hablar mal del autor, Shakespeare y Sófocles no tuvieron mejor suerte en nuestros escenarios. La virtud del entretenimiento no justifica nada. A la cultura no se accede para pasarla bien y no es asimilable al tiempo libre como se hace en la actualidad. Sólo le interesa al lector o espectador sagaz, al que busca valores perdurables. Por esto, he tomado a este escritor tan noble en su obra que en mi parecer rechaza los panegíricos y nos sumerge en la vida. Sin embargo, un acceso a su dramaturgia no puede lograrse por el marco de su biografía. Nada tan alejado como sus personajes de él mismo, porque en todos los dramaturgos el sentido personal aparece, pero en él ha transpuesto sus propios límites. Fue además atrevido en la invención de una arquitectura dramática, que prodigándose en utilización de máscaras, monólogos cercanos al fluir de la conciencia y la utilización del, tiempo hizo de ellos partes integrantes del drama. Retrató a la humanidad intensamente, apartado del mundo condenado de Strinberg o Bergman. El dolor tiene salida en el aire que rodea a sus piezas. Sus conflictos respiran, no son tributarios del miedo.
Al usar la técnica del monólogo, -tan olvidada por las dramaturgias naturalistas- la revitaliza haciéndola creíble, integra al movimiento dramático. Su despliegue técnico no se vuelve artificioso, se corresponde a la acción y al carácter cambiante de las emociones creadas. El tema del conflicto entre ley y deseo llega en él a ser penetrado increíblemente pero no los aniquila.
Creó personajes como personas cabales, no son los hombres amputados de Tennessee Williams o los insalvables escépticos de Dürrenmatt. La culpa en ellos es dinámica, no los paraliza, los vuelve más inquietantes. Es un universo poblado de emociones, de sentimientos y sin un condicionamiento filosófico detrás del cual se defienda el autor. Las cartas a su traductor lo muestran como persona prudente y asombrada, alejada de la pose literaria y hasta vulnerable. Asistió poco a sus estrenos, lo imaginamos tendiente a sentir la traición a los mínimos detalles de su obra en el momento de su concreción escénica, como le pasa a todo gran autor y a los que no lo son.
Eligió ante la narración determinista, el vacilar incontrolable de las emociones humanas. Su obra termina en el escenario para hacer posible la sustancia de los sueños que todos los espectadores comparten. Sus personajes creen, nunca caen en los presupuestos del autor, se han desprendido de él y se poseen a sí mismos. El movimiento dramático los carga de fe sin proclamar teorías.
O’ Neill fue aquel hombre (el nombre de escritor o dramaturgo reduce su dimensión poética) criado a la sombra del teatro por el oficio de sus padres, el que salió un día por los mares del sur en búsqueda de la verdad y que regresó al teatro para dar testimonio de la vida.