ENRIQUE “MONO” VILLEGAS
(3 de Agosto de 1913 – 10 de Julio de 1986)
“No murió, se cansó de ser libre” (Hermenegildo Sábat)
Por RICARDO HÉCTOR REYES
Dicen que en una oportunidad una soprano extranjera, acompañada por un pianista, desafinaba bastante, lo cual provocaba la lógica desaprobación del público. Como modo de justificación, manifestó que para la próxima cambiaría al pianista. Éste, no pudo menos que recoger el guante y replicó con su voz particular y estentórea: “Señora, la busqué en las blancas y no la encontré, la busqué en las negras y tampoco la encontré. ¡Usted canta en las hendijas!” Acto seguido, abandonó el escenario.
El pianista era, como no podía ser de otro modo, el Mono Villegas y la anécdota lo pinta entero. Mordaz, irónico, crítico, polémico y de respuesta rápida y por supuesto un gran músico, recordado por quienes lo vieron, por ambas cualidades. Se dice que no sólo se iba a ver sus actuaciones, sino también, a escuchar sus dichos.
Si bien conocido como el pianista de jazz de mayor trascendencia en el país, también interpretó otros géneros, como tango o folklore y naturalmente música clásica (una vez dijo que la muerte de Ravel era más importante que la del Papa, lo que le significó la ida de Radio “El Mundo”, donde estaba trabajando).
Nacido en la Ciudad de Buenos Aires (“porque no lo consultaron antes…”), proveniente de una aristocrática familia sanjuanina, no tuvo fortuna de conocer a su madre, fallecida a sus seis meses de edad, su padre: odontólogo, devenido en criador de gallos de riña. Fue criado por sus tías y según él, su vida terminó a los siete años (por haber aprendido a leer y a tocar el piano, las únicas cosas que hizo toda su vida). Posteriormente llegó a 4to año del Nacional Mariano Acosta (echado por multiplicidad de ratas). En 1932 presentó el “Concierto para piano y orquesta” de Ravel en el Odeón y un par de años después, la “Rhapsody in Blue” de Gershwin.
Alternando entre el jazz, el folklore y la música clásica pasaron los siguientes años, hasta que en 1955 viajó a Nueva York, contratado para grabar seis discos, de los cuales sólo grabó dos (Introducing Villegas y Very, very Villegas) con Milt Hinton y Cozy Cole, por rescindir el contrato cuando quisieron obligarlo a interpretar boleros de Lecuona. Pasó, el resto del tiempo, tocando en pequeños clubes, sobreviviendo. Al tiempo frecuentaba la flor y nata del jazz y quien fuera su mentor espiritual Duke Ellington, a quien escuchó por primera vez en 1957. Vuelto al país, ya con una estructura formal de trío tuvo otro punto alto de su trayectoria al grabar con Paul Gonsálvez y Willie Cook (a la sazón integrantes de la banda de Ellington) un trabajo titulado “Encuentro”.
Ya era una leyenda, de esos personajes entrañables más conocidos por su aspecto y su apelativo (decía que lo llamaban mono porque imitaba muy bien a los seres humanos) que en muchos casos por su música y sus expresiones trascendían el ámbito en el cual fueron vertidas. Y él lo fomentaba. Una vez, desde la pullman de un teatro, una espectadora reclamó: “que empiece el concierto”. “Señora, el concierto ya empezó”, le contestó. “Bueno, que empiece la música”, insistió la mujer. “Señora, cuando empiece la música usted no la va a entender”. Y siguió charlando. Libre y sin preconceptos, opinaba de todo y por todo y no era extraño introducir un tema en el doble de tiempo que duraba el mismo tema. Definía a su relación con las mujeres por no tener mucho que ofrecerles: “No hay tapado de armiño, ni Cadillac ni departamento. No doy más que amor y música, por eso las mujeres se aburren conmigo”, lo cual no fue lo que sucedió con su última mujer, Selma Henry a quien no le importó los Baldwin y un colchón en el piso como principal mobiliario (“Lo conocí en el Boliche Sí, en Belgrano. Él estaba tocando y me pareció fuera de lo común. Vi como volcaba todo su sentimiento y sus pensamientos a la música. Su música era eso: todo lo que le pasaba. Era su manera de expresión, su lenguaje. Entonces, como yo sentía que hablaba con el piano, me pareció un hombre inteligente que proponía una conversación de lo más interesante. Nunca me habían charlado así”).
Recordarlo a Villegas en una nota, puede ser muy fácil o muy difícil, según como se lo vea. Fácil por su calidad de músico, porque supo construirse y fomentarse, por sus expresiones no exenta de viveza criolla y su ternura. Difícil, por los mismos motivos. Es tan amplio el personaje que escribamos lo que escribamos nos queda la sensación que siempre falta algo. Por eso dejemos que el Mono se defina por sí mismo: “El fenómeno es la música, que abre todas las puertas de la comunicación. Cuando toco necesito que por lo menos uno me escuche”.
“Jamás repetimos la música aunque toquemos los mismos temas. Estamos convencidos de que el jazz, como la conversación, debe ser espontáneo”.
“La vida es lo más maravilloso que existe, pero lo frustrante del presente es que muy pronto se convierte en pasado. Y el futuro es siempre incierto. El único futuro es la muerte”.
Fue el pianista de jazz más importante de la Argentina. Dejó un legado y marcó un rumbo. Por eso me gustaría finalizar esta semblanza con el texto del telegrama que un contrabajista llamado Feria envió al conocer la noticia de su muerte y que define muchas de nuestras sensaciones respecto al Mono:
El pianista era, como no podía ser de otro modo, el Mono Villegas y la anécdota lo pinta entero. Mordaz, irónico, crítico, polémico y de respuesta rápida y por supuesto un gran músico, recordado por quienes lo vieron, por ambas cualidades. Se dice que no sólo se iba a ver sus actuaciones, sino también, a escuchar sus dichos.
Si bien conocido como el pianista de jazz de mayor trascendencia en el país, también interpretó otros géneros, como tango o folklore y naturalmente música clásica (una vez dijo que la muerte de Ravel era más importante que la del Papa, lo que le significó la ida de Radio “El Mundo”, donde estaba trabajando).
Nacido en la Ciudad de Buenos Aires (“porque no lo consultaron antes…”), proveniente de una aristocrática familia sanjuanina, no tuvo fortuna de conocer a su madre, fallecida a sus seis meses de edad, su padre: odontólogo, devenido en criador de gallos de riña. Fue criado por sus tías y según él, su vida terminó a los siete años (por haber aprendido a leer y a tocar el piano, las únicas cosas que hizo toda su vida). Posteriormente llegó a 4to año del Nacional Mariano Acosta (echado por multiplicidad de ratas). En 1932 presentó el “Concierto para piano y orquesta” de Ravel en el Odeón y un par de años después, la “Rhapsody in Blue” de Gershwin.
Alternando entre el jazz, el folklore y la música clásica pasaron los siguientes años, hasta que en 1955 viajó a Nueva York, contratado para grabar seis discos, de los cuales sólo grabó dos (Introducing Villegas y Very, very Villegas) con Milt Hinton y Cozy Cole, por rescindir el contrato cuando quisieron obligarlo a interpretar boleros de Lecuona. Pasó, el resto del tiempo, tocando en pequeños clubes, sobreviviendo. Al tiempo frecuentaba la flor y nata del jazz y quien fuera su mentor espiritual Duke Ellington, a quien escuchó por primera vez en 1957. Vuelto al país, ya con una estructura formal de trío tuvo otro punto alto de su trayectoria al grabar con Paul Gonsálvez y Willie Cook (a la sazón integrantes de la banda de Ellington) un trabajo titulado “Encuentro”.
Ya era una leyenda, de esos personajes entrañables más conocidos por su aspecto y su apelativo (decía que lo llamaban mono porque imitaba muy bien a los seres humanos) que en muchos casos por su música y sus expresiones trascendían el ámbito en el cual fueron vertidas. Y él lo fomentaba. Una vez, desde la pullman de un teatro, una espectadora reclamó: “que empiece el concierto”. “Señora, el concierto ya empezó”, le contestó. “Bueno, que empiece la música”, insistió la mujer. “Señora, cuando empiece la música usted no la va a entender”. Y siguió charlando. Libre y sin preconceptos, opinaba de todo y por todo y no era extraño introducir un tema en el doble de tiempo que duraba el mismo tema. Definía a su relación con las mujeres por no tener mucho que ofrecerles: “No hay tapado de armiño, ni Cadillac ni departamento. No doy más que amor y música, por eso las mujeres se aburren conmigo”, lo cual no fue lo que sucedió con su última mujer, Selma Henry a quien no le importó los Baldwin y un colchón en el piso como principal mobiliario (“Lo conocí en el Boliche Sí, en Belgrano. Él estaba tocando y me pareció fuera de lo común. Vi como volcaba todo su sentimiento y sus pensamientos a la música. Su música era eso: todo lo que le pasaba. Era su manera de expresión, su lenguaje. Entonces, como yo sentía que hablaba con el piano, me pareció un hombre inteligente que proponía una conversación de lo más interesante. Nunca me habían charlado así”).
Recordarlo a Villegas en una nota, puede ser muy fácil o muy difícil, según como se lo vea. Fácil por su calidad de músico, porque supo construirse y fomentarse, por sus expresiones no exenta de viveza criolla y su ternura. Difícil, por los mismos motivos. Es tan amplio el personaje que escribamos lo que escribamos nos queda la sensación que siempre falta algo. Por eso dejemos que el Mono se defina por sí mismo: “El fenómeno es la música, que abre todas las puertas de la comunicación. Cuando toco necesito que por lo menos uno me escuche”.
“Jamás repetimos la música aunque toquemos los mismos temas. Estamos convencidos de que el jazz, como la conversación, debe ser espontáneo”.
“La vida es lo más maravilloso que existe, pero lo frustrante del presente es que muy pronto se convierte en pasado. Y el futuro es siempre incierto. El único futuro es la muerte”.
Fue el pianista de jazz más importante de la Argentina. Dejó un legado y marcó un rumbo. Por eso me gustaría finalizar esta semblanza con el texto del telegrama que un contrabajista llamado Feria envió al conocer la noticia de su muerte y que define muchas de nuestras sensaciones respecto al Mono:
“Enrique, que descanses en Jazz”
Así sea.