Fernando Pessoa
El múltiple
Por NINA THÜRLER
Tratar de entender al poeta portugués Fernando Antonio Nogueira Pessoa (1888-Lisboa-1935) es entrar a un laberinto conjetural en el que todas las suposiciones pueden ser válidas y ninguna verdadera. Este hombre que elaboró un sistema de escritura en el que convivieron distintas poéticas, coherente cada una de ellas con el personaje heterónimo creado por su fantasía, sigue siendo material de análisis a los estudiosos de la Literatura. Alberto Caeiro fue tal vez el primero (aunque su vocación por tener un doble ya era iniciada en la niñez con el Caballero de Pas con quien jugaba a los cinco años) al que llamó su maestro desde la juventud y maestro además de todos los otros heterónimos que fuera creando hasta su muerte: Álvaro de Campos, Ricardo Reis y sucesivos semi-heterónimos como Bernardo Soares o el Barón de Teive, entre otros. En cada uno de ellos existe el trazado de una personalidad altamente definida que contrasta con las otras, con las que establece antagonismos claros y de las que surgen escrituras disímiles.
Por otra parte clasificar su obra también se convierte en una tarea complicada , ya que el investigador debe entrar con sutileza extrema en el espíritu de este creador único en el que convivieron en constantes luchas internas cada uno de los personajes que quebraron su espacio emocional., cada uno con su estilo, con sus maneras y sus formas. Quien se proponga esta tarea debe encontrarse con ellos y encontrar sus vínculos dialogantes, dentro de una constante línea de contradicciones. Debe comprender esta compleja personalidad en la que tal vez se vislumbren signos de una velada esquizofrenia o una fuertemente desarrollada mediumnidad. Se debe entrar en lo íntimo de un hombre que, de oscuro oficinista, solitario, misógino, alcohólico, con un único libro publicado poco antes de morir (Mensagem -1934), aunque sí autor de diversos artículos periodísticos, ha pasado a ser una de las mayores incógnitas de la literatura, redescubriéndose permanentemente obras inéditas inconclusas, manuscritas firmadas con diferentes firmas de sus heterónimos.
Este “baúl lleno de gente” como lo describiera el escritor italiano Antonio Tabucchi, sería luego un ser intrincado e inexpugnable el que, predestinado tal vez por fuerzas ocultas se llamó Pessoa (Pessoa=Persona= Máscara), de innumerables personalidades.
Huérfano de padre desde muy niño, su madre contrajo nuevas nupcias con un diplomático portugués por lo que el grupo familiar debió tener diversos destinos, entre ellos Sudáfrica, donde Fernando seguiría sus estudios hasta llegar a una incompleta carrera de Literatura. Luego tomaría un modesto empleo oficinesco que lo obligaría a pasar sus días traduciendo cartas comerciales en inglés o francés, a cambio de cuya tarea recibiría un salario modesto que no alcanzaba para contemplar sus mínimas necesidades, las que cubriría colaborando con periódicos y revistas literarias, con notas, “poemas, breves ensayos. Su único libro sería publicado , como se ha dicho, un año antes de su muerte temprana , producida por el alcohol, pero también acaso por lo que presupone un mundo interior en constante conflicto, que en algún momento de la existencia se quiebra y abandona el resguardo de la parte física, dejándola minar.
La invasión de “personas” había comenzado desde niño con el Caballero de Pas que llenó sus espacios infantiles, pero la verdadera invasión se produjo en un momento puntual.
El 8 de marzo de 1914, de pie junto a un mueble de su casa (una cómoda vieja) apareció en su mente el maestro, dictándole unos treinta poemas, a los que tituló “El guardián de rebaños”. Sin conocer el nombre del portador lo llamó Alberto Caeiro y lo designó su maestro, pero inmediatamente Pessoa lo ubica en su propia piel y escribe de corrido el famoso poema “Lluvia oblicua”, en el que dice “No sé quien me sueña”.
Uno puede preguntarse qué connotación tuvieron en el espíritu del poeta estos versos. De todas maneras Alberto Caeiro Da Silva fue quien lo inició en estas prácticas para ejercer su misión poética. Caeiro nació para su creador en 1889 en Lisboa y murió también allí en 1915. Esa vieja cómoda de madera fue una de las únicas cosas que se conservan, junto con su pipa, sus lentes y algunos documentos en la casa donde vivió convertida ahora en Museo Oficial en Lisboa.
Alberto Caeiro fue un sabio, amante de la naturaleza, contemplativo, sin maneras extrañas en su escritura (más bien bucólica), utilizando un lenguaje medido, sin grandes aspiraciones ni innovaciones literarias, aunque se planteaba incógnitas trascendentes, como “nada sacamos y nada ponemos, pasamos y olvidamos y es puntual el sol de cada día”. También expresa una idea taoísta, cuando dice que no cree en la existencia de Dios “pero si Dios es las flores y el árbol y los montes y el sol y la luz y la luna, entonces, creo en El”. He aquí la comprobación del convencimiento de Caeiro acerca de la existencia divina, lo que refleja además, un doble pensamiento: por un lado dice no creer en Dios, pero si Dios es todas las cosas, entonces él cree. Hay en esto una secreta teología que busca rescatarse a sí mismo.Pessoa creó a Caeiro como su maestro y por lo tanto necesitó crearle discípulos, entonces nació Ricardo Reis, en Oporto en 1887, con una educación formal muy acendrada impartida por los jesuitas, estudió medicina, emigró luego a Brasil donde murió, en fecha desconocida. Fue Reis monárquico y austero, compuso odas de lenguaje refinado, culto, musical; expresó un sentimiento religioso con marcadas tendencias paganas. Pero casi en forma simultánea con Reis aparecería otro discípulo de Caeiro, Álvaro de Campos, el más conocido de todos los heterónimos, a quien Pessoa hizo nacer en Tavira en 1890 y trabajar como Ingeniero en Gran Bretaña y a quien hiciera morir en Lisboa alrededor de 1935. Es el autor de Tabaquería, tal vez el poema más famoso de Pessoa, que comienza diciendo: “No soy nada, nunca seré nada. No puedo querer ser nada. Fuera de esto tengo en mí todos los sueños del mundo”.
El Barón de Teive, otro de sus heterónimos en nada se parece a los otros dobles. Es el aristócrata, refinado, culto, mundano, a quien la intensa vida social le pesa, tanto como su timidez y su poco éxito con las mujeres. Es este hastío de la vida lo que lo lleva a suicidarse siendo aún joven, dejando en la gaveta de su escritorio solamente el manuscrito de La educación del estoico y sometiendo al fuego toda su obra anterior. Es quien más se parece al auténtico Pessoa, quien tuvo siempre un anhelo de aristocracia y no era ajeno a los sentimientos de vanidad y orgullo, conciente de su talento y capacidad creativa. No olvidar que Pessoa hizo grabar sus blasones y que cuenta en diversos textos su ascendencia noble.
Cada uno de los “dobles” de Pessoa vivió en parte lo que a él mismo le hubiera gustado vivir. Antes de suicidarse , Álvaro Coelho de Athayde, Vigésimo Barón de Teive, descubrió con pena que “no podía escribir los libros que él hubiera querido” y dice: “tragedias, muchos las tienen- todos, aún si entre ellas, contamos las ocasionales , pero a lo que a cada cual compete , como hombre es no hablar de su tragedia, y a lo que a cada cual compete como artista , es, o ser hombre y callarse sobre ella, escribiendo y cantando de otras cosas, o extraer de ellas, con firmeza y grandeza , una lección universal”. Creemos que en este párrafo del Barón de Teive se definen todos los heterónimos e incluso la verdadera personalidad de Pessoa.
Fernando Pessoa fue un solitario, que había vivido muchos años con una oscura tía, apática y solterona y unos años después con una abuela que tenía las facultades mentales alteradas. Creyó enamorarse sólo una vez de Ophelia Queiroz, con quien mantuvo una relación frustrada y frustrante que lo llevó luego a frecuentar más asiduamente las míseras tabernas de Lisboa, consumiendo vinos baratos que minarían su ya quebrantada salud. En estos bares de última condición se encontraría, no obstante, con la vanguardia literaria de Lisboa. En la vereda de uno de esos bares existe en la actualidad una estatua de bronce que lo recuerda y obliga a la reflexión sobre las extrañas paradojas de una vida humana. Parecería en su actitud estática querer trasmitir el misterio metafísico, que conmueve y obnubila, como uno de los misterios sagrados y máximos que envuelven nuestra condición humana.
¿Trató acaso Fernando Pessoa –el chiquillo solitario y meditativo, el adolescente errabundo, el joven transeúnte de las antiguas y bellas callejas de Lisboa, el adulto sombrío que terminara sentado a una mesa de alguna de las tabernas miserables de la ciudad que amó, bebiendo su mal vino y soñando con elaborar una Poesía trascendente- de levantar un muro que lo aislara de la demencia que lo asediaba, levantando sus más altos pilares internos al servicio de una razón que se le escapaba? ¿o era tal vez el escriba obediente que trasmitía en silencio el sonido de las lejanas voces que venían desde el fondo mismo del subconsciente, arrastrando sus estructuras quebradizas? Sólo se sabe que guardaba celosamente aquellos escritos nacidos de su extrema lucidez o de su delirio en un arcón cerrado que llevaba consigo en todas sus mudanzas como único equipaje y que llegó a contener más de 28.000 páginas inéditas. Páginas que , al irse descubriendo y traduciendo a diversos idiomas, convertirían a aquel hombre de mirar ausente y andar cansino en uno de los más bellos e importantes poetas que transitaron el siglo XX. Uno de esos seres únicos destinados a convertirse en un recipiente de incontenibles voces venidas de todos los tiempos, un receptor dócil y frágil que dio cabida a ese torrente hasta estallar. Es posible que esas voces lo buscaran para entrar nuevamente, aunque fuera a través de un tercero, en el plano de las cosas sensoriales para salvarse del olvido. Lo cierto es que reabrieron un camino en la investigación de misterios incognoscibles hasta entonces. Pessoa hizo el intento máximo de salvarse de las cosas mortales por medio de la palabra instalada en sus espacios espirituales. Miles de páginas escritas – no descubiertas del todo- son el breviario de un hombre que pasó por la vida sin que lo vieran y los que lo vieron lo hicieron mal. Apenas pudieron ver la imagen de un hombre abatido, triste, melancólico, solitario, amable, cortés, que, sobriamente vestido transitaba por las antiguas callejas de Lisboa, llevando dentro de sí un bagaje inenarrable de riquezas no contempladas por ojos humanos.
“No soy nada. Nunca seré nada…” declaraba Álvaro de Campos, misteriosamente metido en la piel de un oscuro oficinista. “No soy nada. Nunca seré nada…” sin embargo por su voz transcurrió la trascendencia de la Poesía en su cántico universal.